sábado, 20 de julio de 2019

Walter Velásquez y sus microrrelatos

Pierrot Lunaire, por Paul Klee.
Seguramente conocen a Walter Velásquez por sus poemas, algunos de los cuales forman parte de la reciente muestra poética El mar no cesa (Ángeles del papel, 2019). Ya en ellos se percibe la vocación narrativa, aunque encerrada en las paredes de los versos. A veces, la poesía -instrumento liberador- puede también reclamar su propio terreno y ser más fértil para la lírica que para la fluidez de las historias. Así, el arte poética nos transmite la vivencia de forma mucho más estática que la prosa. Como es usual en la poesía con ambiciones narrativas, el lenguaje en ella canta, gime y conmueve, mas no avanza.

¿Qué sucede, entonces, cuando Velásquez salta los muros de los versos para expandirse por toda una página, haciendo uso de líneas completas, párrafos y la coherencia de aquel lenguaje articulado que la prosa ofrece? Breve, con cierto horror a colocar una palabra de más y revelar demasiado, sus microrrelatos expresan todo aquello que la poesía no alcanza a contener.

Walter Velásquez.
Comencemos con esta muestra que dibuja la silueta de su universo narrativo:


EL POETA ESTÚPIDO

Él solo escribe para llamar la atención. Su objetivo no era ser considerado como uno de los poetas más destacados del país. Utiliza su oficio como un modo de sex appeal, ya que frecuenta los mejores bares para seducir a las chicas, pero ellas ni bola le dan. Él, todo terco, insistía en que le hablen o que se dejen seducir. Llega a un punto donde él se pone agresivo y pesado, pero como moneda de cambio, recibe unas buenas bofetadas. Saliendo decepcionado, ebrio y molesto, pasa por la calle Quilca para recitar ante aficionados al arte y la vida bohemia. Al recitar, uno de los aficionados lo pifia, causando que el poeta estúpido utilice su violencia como arma de defensa. Sin embargo, entre patadas, golpes e insultos, lo dejan tirado mientras, bañado de sangre, agoniza y llora.

Llega a su departamento para, inmediatamente, destruir su refrigeradora y sacar una botella de Ron Cartavio. Mientras bebía desenfrenadamente, comienza a reflexionar sobre su existencia poética en el mundo del arte. Tras terminar su reflexión, se dirige a su ventana para dar el gran salto: el salto a la muerte. Y así, culmina otra ridícula y lamentable historia de otro estúpido poeta.
La caída de Ícaro, por Pieter Buregel.

Quienes hemos tenido la mala fortuna de conocer el sórdido mundo de la bohemia limeña, podemos reconocer aquí al estereotipo del literato de cantina, aquel cuyo narcisimo no encuentra satisfacción en el placer de autocontemplación, sino que necesita de la admiración de sus colegas -y de las chicas cayendo a sus pies- para poderse sentir hombre. Lección número uno del escribidor: no tengan miedo de trabajar con estereotipos, ya que estos existen. Los vemos todos los días y negar su existencia sería negar buena parte de nuestra naturaleza humana.

Velásquez realiza una microcaptura en cámara rápida de la corta carrera de caballo que cumple uno de estos mudos ribeyrianos, y lo hace con el horror a extenderse que mencioné al comienzo de esta reseña. Es fácil percibir una generosa dosis de desprecio en la simplicidad y la crudeza de su lenguaje, aunque recubierta por una capa de indiferencia que nos recuerda, por partes, al languaje periodístico: el uso constante del tiempo presente, las oraciones cortas y aquel desparpajo con que suelta la oración que abre el relato: "Él solo escribe para llamar la atención".

Es tal el dominio con que describe Velásquez el estereotipo en mención, que de inmediato viene a mi mente la primera vez -también fue la última, por supuesto- que visité uno de aquellos lugares donde estos sujetos producidos en serie se reunen a adorarse mutuamente mientras las chicas se mantienen lo más lejos posible de ellos. De esta forma, El poeta estúpido funciona no solo como efectiva pieza de narrativa que gana por knockout, sino como escueto testimonio de las taras de las que adolece el ambiente literario. El gran mérito es, en mi opinión, haber cumplido con ambos objetivos en aproximadamente quince líneas, algo a lo que muchos hubiésemos destinado páginas y páginas de curiosos, aunque innecesarios dertalles. Velásquez ya dijo lo que tenía que decir: no necesita más, no quiere más y se calla. Fin.

Seamos testigos de otro de sus breves knockouts.


LA ASTUTA

Avaricia, malicia, soberbia, inteligencia; cuatro palabras clásicas que definían a la chica astuta. Una joven con clase, pero también con mucha locura. Los sábados eran sus fechas de aventuras interesantes para encontrar cosas entretenidas. Al llegar a los bares, comenzaba a deslizar su belleza para obtener todas las miradas de los idiotas. Mientras los idiotas derramaban baba, ella seguía buscando a su elegido. Ignoraba a aquellos que se comportaban como huevones, esos que insistían en seducirla y que terminaban siendo mandados al carajo por ella. Finalmente encuentra a su elegido. Un hombre de pocas palabras, pero de gran carácter. Comienzan a bailar sensualmente mientras sus miradas se cruzan, dando indicios de querer a ir a un hotel. Salen del bar con dirección al hospedaje para algo más. Llegan al cuarto para realizar el acto sexual de manera apasionada y excitante. Al terminar, la astuta le propone una cita para conocerse más, pero él le dice que esto ha sido su cita. La astuta se queda en shock, ya que nunca un hombre en su vida le había negado una salida. Molesta, le tira una bofetada y le pidió rabiosamente que se marche de la habitación. El elegido le dice que a veces no siempre se ganan premios, sino que también se pierden. La astuta se queda en un silencio incomodo, donde reflexiona lo mencionado por el elegido. Al abandonar el hotel, se promete alejarse de su mundo y comenzar a pensar mucho más ella. Después de todo, ya había ganado varias batallas y esta solo fue su primera derrota. Derrotada pero siempre orgullosa.

Chica sexy con zapatos rojos, por Daniel Sarciat.
Así como existen los antipoemas, yo me animaría a categorizar esta fugaz narración como un antirrelato. Poco es lo que cuenta y mucho es aquello que pasa ante nuestros ojos como las rápidas luces de una avenida. Se siente el olor a noche, decadencia y nuevamente nos sitúa Velásquez en el inframundo de los bares y la bohemia, acaso al lado del antro donde El poeta estúpido empezó a construir el ridículo final de su vida. La astuta, sin embargo, es avara, maliciosa, soberbia e inteligente. Tiene clase y es bonita: los hombres la miran idiotizados, mientras desliza su presencia a lo largo de aquel escaparate que son los puntos de encuentro donde seres solitarios -aunque muchas veces en compañía- caen con la esperanza de un cuerpo que les inyecte cierta emoción en las monótonas vidas: fin de semana tras fin de semana, alcohol y más alcohol, los mismos lugares de siempre. Acaso la belleza de La astuta logra romper con la rutina de aquella cárcel sin más barrotes que las adicciones para arrancar sonrisas como solo la estética es capaz de hacer cuando la encierra un cuerpo hermoso.

La violenta reacción de La astuta se debe a que jamás le había tocado ser la perdedora en aquel enfermizo juego donde dirige a sus hombres objeto con la batuta que le otorgan el poder de su atractivo físico y la seguridad en sus ensayados movimientos. Esta vez, sin embargo, no logró predecir todos los pasos de su presa, lo cual termina rompiéndole el ego en mil pedazos, ya que su otrora infalible trampa para osos se cierra en su propio tobillo. Caprichosa, arrogante y colérica, La astuta es también un estereotipo andante que podemos encontrar en nuestras calles si nos quedamos despiertos lo suficientemente tarde y nos aventuramos hacia aquellos lugares donde se congregan El poeta estúpido, astutas de diversa índole, de la misma forma que más personajes tan literarios como predecibles: el alcohólico bonachón que solo sonríe, la callada intelectual que luego sorprende con sus ímpetus, el alegre músico de guitarra y armónica. Es decir: los personajes recurrentes del Universo Walter.

Me pregunto si existirá algún límite en la creación de estos personajes y realidades. Me inclino a pensar que no: a manera de un videojuego de mundo abierto, los rostros y construcciones bien pueden seguir levantando una capital inspirada en Lima, donde incluso sus protolimeños habitantes -estúpidos y astutos- cuentan con una calle llamada Quilca y exhiben comportamientos dignos de quienes viven nadando en la paranoia, a la defensiva, apostando por ganar así sus victorias no tengan sentido alguno.

A su corta edad, Walter Velásquez ha comenzado a crear sus propios mundos y sus propios mudos. Yo le sugiero no detenerse.

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